El descubrimiento de los nuevos mundos provocó, entre los ilustrados
europeos, la conciencia de pertenecer a una civilización singular, sin
equivalente posible en toda la historia de la humanidad. Europa alcanzó tan
alto grado de poder que la Historia no conoce nada comparable, escribió
Montesquieu, en unos párrafos que contenían en germen lo que, después de
él, se convertiría en un lugar común del pensamiento europeo: que esa
singularidad entrañaba una superioridad en el grado de civilización y
marcaba una tendencia evolutiva de carácter universal. Como lo definió,
siglos después, Max Weber: sólo en occidente han nacido ciertos fenómenos
culturales -ciencia, arte, música; arco de ojiva; literatura impresa; funcionario
especializado- que parecen marcar una dirección evolutiva de universal
alcance y validez. Los europeos eran superiores porque habían llegado
antes, o más exactamente, habían abierto la senda que conducía a la meta
común de la humanidad.
Sea como historia conjetural de la humanidad al modo de Turgot o
Smith, sea en la más dubitativa hipótesis científico-social de Weber, la
peculiaridad/superioridad de Europa fue asunto que ocupó a algunos de los
brillantes genios de esa civilización desde la Ilustración hasta la Gran Guerra.
Montesquieu la definió, en contraste con Asía, como triunfo de la libertad
frente al despotismo y Turgot, en contraste con América, como ascenso
desde el primitivismo a la civilización. La extensión de las zonas templadas,
con la oposición vecinal, cercana, de fuerte a fuerte, frente a la existencia de
grandes imperios determinados por causas físicas, como las grandes
llanuras sin barreras geográficas infranqueables, fue la primera formulación
de un argumento que, de modo recurrente, vuelve a encontrarse en casi
todas las explicaciones del "milagro europeo": la competencia entre estados
ha garantizado un dinamismo económico que los grandes imperios
generalmente han agostado. Un estado sujeto a la ley es, al final, un estado
más fuerte que un estado despótico. Tal fue la lección de los ilustrados sobre
la fuerza que había construido a Europa.
Europa apareció así como el espacio de la libertad y la historia de
Europa ha llegado a definirse como historia de la libertad o, más
exactamente, como historia del progreso de la libertad. Pues la otra gran
corriente de pensamiento es la que tiene la causa de la peculiaridad europea
en el hecho de que fue en Europa donde mejor, con más plenitud, pudo
realizarse la ley natural del progreso de la humanidad. De la caza, por el
pastoreo y la agricultura hasta llegar finalmente a la sociedad mercantil, el
progreso no se define únicamente por la transición de una etapa de la
evolución universal a la siguiente sino por una mayor complejidad de la
estructura social.
Europa se piensa así como la sociedad más desarrollada, más libre porque es también la más compleja, la más civilizada, en la que
más lejos ha llegado la división del trabajo.
El argumento ilustrado fue reelaborado por la más prosaica sociología del
siglo XIX con la variada propuesta de una historia conjetural de la humanidad
en tres fases o estadios y de una creciente complejidad, que hoy no ofrece más
interés que el propio del desarrollo interno de un tipo de mirada sobre el
pasado. Weber, sin embargo, fue otra cosa no ya porque se olvidó de las fases
y se liberó del evolucionismo ingenuo que había infectado al pensamiento
sociológico sino porque intentó identificar la diferencia por medio de la
comparación sociohistórica. A partir de él, economistas, sociólogos e
historiadores se emplearán en identificar la diferencia que explica el milagro
europeo por medio de una comparación sistemática preferentemente con Asia,
reelaborando, con una ingente acumulación de conocimientos, la tesis que está
en el origen de la mirada de los europeos sobre su propia peculiaridad.
Si se quisiera definir con un solo concepto quizá habría que elegir el de
William McNeill: la diferencia europea radica en su "incansable inestabilidad".
La cuestión consistiría entonces en identificar los determinantes de esa
peculiaridad. Y a este respecto parece producirse en las últimas décadas una
especie de consenso a partir de diferentes puntos de partida: Landes, Jones,
North, Mann, Wallerstein, con sus estudios del desarrollo tecnológico, de la
economía, del poder o del capitalismo estarían de acuerdo al señalar como raíz
de todo el proceso la conjunción de mercado mundial y de sistema multiestatal.
Podría decirse de otro modo: empresa privada en un mundo de entidades
políticas en competencia; o todavía: capitalismo y estado nacional. La relativa
insularidad de la esfera económica respecto al poder político y la competencia,
pacífica o bélica, de cada unidad política en un sistema multiestatal parecen ser
las fuerzas que han configurado Europa. Algunos se remontan hasta las
proximidades del año 1000 para entender el origen de todo el proceso.
Hace mil años, Europa no existía, acaba de recordar Charles Tilly: sus
30 millones de habitantes carecían de razones para creer que formaban "un
solo conjunto de gentes vinculadas por la historia y por un destino común".
Una asombrosa variedad de unidades geográficas había sido el resultado de
la brutal disolución de sociedades más antiguas por el hundimiento de los
restos del Imperio Romano ante las invasiones bárbaras y por la
desaparición del mundo mediterráneo ante el dominio árabe. Hacia el siglo
VIII se había realizado ya la fusión de los componentes germánicos y
romanos en una diferente organización social y política que sólo se
estabilizará en pequeñas unidades fortificadas cuando los fenómenos
recurrentes de invasión desaparezcan a finales del siglo X.
La matriz originaria de Europa fue, pues, una sociedad agraria, sobre un
territorio particularmente fértil y susceptible de cultivos variados y
complementarios, cuya base era la aldea o comunidad campesina alrededor
de una fortaleza. En torno a esas unidades fortificadas se construyó un orden
que era a la vez económico/social y político caracterizado en todas sus
dimensiones por la fragmentación. Lo que allí aparece es una clase especial
de productores unidos a los medios de producción por una relación social
específica, la servidumbre, la sujeción de una multitud de campesinos a unos
Formación de señores poderosos que se manifiesta en el mismo proceso de producción por
la obligación de cumplir ciertas exigencias económicas del señor, en forma
de servicios a prestar o de obligaciones a pagar en dinero o en especie.
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